Father Homero Rodriguez
Because I am Catholic!
Editor’s note: The Spanish translation of this column appears below.
We often hear that one of the responsibilities we have as Disciples of Christ is to give our lives for others, but one responsibility we don’t normally talk about is that we are also meant to give our deaths for others.
The final lesson we are meant to give those left behind is to die in such a way that our deaths become a final blessing to them. Just look at how Saint Paul describes his own death in his second letter to Timothy: “The time of my departure is at hand. I have competed well; I have finished the race, I have kept the faith… The crown of righteousness awaits me…” (2 Tim 4:6-8)
What he’s saying there is that there is such a thing as a good death, and we ourselves are responsible for the way we die: we either choose to cling to life miserably, or we choose to let go of life in freedom
so that we can be given to others as a source of hope.
Death doesn’t have to be our final failure in the struggle of life. If we really desire to leave something memorable to those we love, then we can make of our deaths our final gift to them.
A spiritual writer once suggested that when we die, our spirit “releases” something in the air; and depending on how we lived our lives, that air at the funeral will feel like a blessing… or bitterness.
So the question is: How can I make of my death a gift for others?
The answer is quite simple: By the way I live. If I live in bitterness and resentment, unwilling to forgive, then my death will pour those things out among my loved ones. That’s what people will feel at my funeral because that’s the essence that comes from my spirit. But if I live in graciousness, in forgiveness,
and am willing to finish this race with faith and contentment, then what my spirit will pour out at my death will be a blessing. My death will mean new freedom and courage for those who knew me.
My loved ones will be able to go on with their lives with less fear, less guilt, knowing that the crown of righteousness awaits those who kept the faith.
I know it’s easier said than done. But it’s something we have to work at, painfully, every single day of our lives. We must work at blessing others without envy, without bitterness or jealousy. As we grow older, we must be able to say what John the Baptist said about Jesus, “He must increase, and I must decrease!”
As we age, we must learn the difficult task of handing over without bitterness or regret all the things that once belonged to us. And the most difficult part of all is to forgive ourselves for the times when our lives didn’t turn out the way wanted them to.
Our deaths, just like our lives, are either a source of blessing or a source of frustration to those around us. But ultimately the choice is ours. The final task of life is to live our last moments in such a way that, when we die, our deaths will be a blessing to others, rather than a burden.
Father Homero serves as part-time Parochial Vicar at St. Joseph Parish in Jasper and St. Mary Parish in Huntingburg.
Padre Homero Rodriguez
A menudo escuchamos que una de las responsabilidades que tenemos como discípulos de Cristo es dar la vida por los demás, pero algo de lo que normalmente no hablamos es que también estamos llamados a dar nuestra muerte por los demás.
La última enseñanza que debemos dar al partir de este mundo es morir de tal manera que nuestra Muerte se convierta en una bendición para ellos. Observe cómo san Pablo describe su propia muerte en la segunda carta a Timoteo: “ya se acerca la hora de mi muerte. He peleado la buena batalla, he llegado al término de la carrera, me he mantenido fiel. Ahora me espera la corona merecida…” (2 Tim 4:6-8).
Lo que Pablo dice es que sí existe la buena muerte, y que nosotros somos responsables de cómo morimos: una de dos, o nos aferramos miserablemente a esta vida, o decidimos soltar voluntariamente la vida para que podamos ser motivo de esperanza para otros.
La muerte no tiene por qué ser nuestro último fracaso en la vida. Si realmente deseamos dejar algo inolvidable a nuestros seres queridos, entonces podemos convertir nuestra muerte en el último regalo para ellos. Un escritor espiritual decía que cuando morimos, nuestro espíritu “libera” algo en el aire, y que dependiendo de cómo vivimos en esta vida, ese aire en el funeral será percibido como una bendición, o como amargura.
Así que la pregunta es: ¿cómo hago para que mi muerte sea un regalo para los demás?
La respuesta es muy simple: por la forma en que vivo. Si vivo en amargura, resentimiento, e indispuesto a perdonar, el día de mi muerte eso mismo transmitiré a mis seres queridos. Eso es lo que la gente sentirá porque esa es la esencia que despide mi espíritu. Pero si vivo en gracia, en el perdón, y dispuesto a terminar la carrera con fe y alegría, lo que mi espíritu transmitirá en mi muerte será una bendición.
Mi muerte significará libertad y valentía para los que me conocieron. Mis seres queridos seguirán con sus vidas sin miedo y sin culpa, sabiendo que el Justo Juez coronará a aquellos que se mantuvieron fieles.
Sé que es más fácil decirlo que hacerlo. Pero es algo por lo que debemos luchar dolorosamente cada día de nuestras vidas. Debemos esforzarnos en bendecir a otros sin envidia, sin amargura ni recelo. A medida que envejecemos, debemos decir lo que Juan Bautista dijo sobre Jesús: “Es necesario que Él crezca, y que yo disminuya.” En la vejez, debemos aprender a soltar sin amargura ni lamento todas las cosas que nos pertenecieron. Y lo más difícil de todo es perdonarnos a nosotros mismos por aquellos momentos de nuestra vida en que las cosas no salieron como las planeamos.
Nuestra muerte, al igual que nuestra vida, puede ser una bendición o una frustración para los que nos rodean. Nosotros decidimos. La última misión que tenemos en la vida es vivir esos últimos momentos de tal manera que, cuando muramos, nuestra muerte sea una bendición y no una carga.
El padre Homero se desempeña como vicario parroquial a tiempo parcial en la parroquia de St. Joseph en Jasper y en la parroquia de St. Mary en Huntingburg.